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Nadaístas

Gonzalo Arango, el profeta de la nueva oscuridad.

       Por Elmo Valencia

 

Gonzalo Arango tenía la costumbre de escribir hasta altas horas de la noche. Cuando vivía en una habitación loma arriba del barrio de La Perseverancia, como no había electricidad escribía a la luz de una vela. La señora que le arrendaba la habitación con derecho a orinar en el solar, creía que su inquilino era un joven jornalista desocupado, de esos que andan por las calles esperando un terremoto para encontrar trabajo. De allí que un día, al verlo fotografiado en el periódico de ayer, corre y le dice: “Don Gonzalo, yo no sabía que era usted ‘el profeta de la nueva oscuridad’”.

 

—Claro, doña Gumersinda, ¿no ve que aquí nos mantenemos en la oscuridad más completa?

 

Para sentirse más cómodo, y porque le han arreglado las tarifas en la colaboraciones de prensa, años después se pasa a vivir en el Bosque Izquierdo. A un garaje, 

donde antes había vivido un Volkswagen. Por eso, el día que lo visité, me dijo en tono filosófico: “El nadaísmo y el Volkswagen se parecen en que ambos tienen el motor atrás”.

 

El poeta se tomaba sus tragos, le gustaba el buen vino. Una tarde que estaba paladeando una copa de Leche de la Mujer Amada de contrabando en un bar de San Andrés y escuchando música de Pink Floyd, se le aparece nada menos que la virgen, en sandalias y con una guitarra en bandolera. Se llama Angelita y es inglesa. De ojos azules y pecas en las nalgas. Cuestión de raza. Viene caminando el mundo. Al verla, Gonzalo la invita a compartir su vino. Conversan de lo largo que es el camino para poder llegar. Aunque en realidad nunca se llega. Entusiasmado por el efecto vinícola, le dice: “Vivo en Bogotá, en un garaje, ¿vienes conmigo?”.

 

—No soy automóvil. Soy cantante.

 

—Y yo soy poeta. El destino nos ha juntado. Angelicalmente, Angelita, angeliquémonos ahora, ya que el mañana no existe.

 

Se besan. Se acarician. Y es tantro el ardor que esa noche terminan abrazados leyéndose el Kamasutra. Al llegar a Bogotá, cambia la pequeña cama de madera donde estiraba sus huesos por otra más grande donde quepa Angelita con guitarra y todo. Y el amor comienza a obrar sus milagros. Limpia bien el baño, compra papel higiénico. Adiós a las hojas de los periódicos capitalinos, incluyendo El Siglo. Llena las paredes del baño de afiches adquiridos en El Escabarajo Dorado. Proust mirando a Jesucristo Superestrella. Marylin Monroe mirando a Einstein y Einstein mirando sorprendido un átomo metido en el agujero negro de la apocalíptica taza nadaísta. La súbdita inglesa queda conquistada convirtiéndose en el gran amor del poeta. Deciden ir a Londres para que Gonzalo conozca a su suegra. ¡Qué maravilla! ¿Quién en la vida no ha deseado conocer a la suegra? Y ella también desea conocer al poeta que ha hechizado a su hija con versos libres para hacer el amor libre, allá, en ese país llamado Colombia, donde crece la mejor marihuana del mundo según los expertos de la Dea.

 

Se manda a limpiar los dientes para que los británicos no vayan a sentir el mal aliento de su literatura de alcantarilla cuando abra la boca para decir delante de los bardos ingleses: “To be or not to be, that is the nadaismo”. Y vende a Jotamario la Olivetti de color azul pálido donde ha escrito todos sus poemas y la última carta que le envió al pintor Fernando Botero, su condiscípulo de la Universidad de Antioquia, pidiéndole un dibujo para comprar el tiquete que lo llevaría a Londres. Vende su biblioteca a la secretaria de Simón González, el hijo del filósofo Fernando González, a quien visitábamos en su finca Otraparte, en El Poblado (sic), a las 3 de la tarde para que nos diera sabiduría y chocolate, pero el maestro, sabio al fin, nos daba más chocolate que sabiduría. Intuía que eso era lo que necesitábamos. No sé Jotamario a quién le irá a vender esa máquina pues no soy adivino. Simplemente soy un poeta de este país donde, según dicen, hay más poetas que desocupados. Ojalá esto sea cierto. Hasta poetas presidentes hemos tenido como el doctor Belisario Betancur, quien nos honra esta noche con su presencia. Recordemos que Gonzalo Arango, en un acto oficial realizado en el barco Gloria, en Cartagena, dijo que Carlos Lleras Restrepo era el “poeta de la acción”. Nos sentimos muy ofendidos con sus palabras porque era un atropello al origen sagrado de la poesía, al Siglo de Oro español, a los surrealistas franceses, a los poetas malditos, a Machado, a Neruda, a Barba Jacob y a nuestro querido Tuerto López. Es como si yo dijera aquí, esta noche, que el actual presidente, el doctor Álvaro Uribe, es “el poeta de la reelección”.

 

Tengo que anotar lo siguiente: todos los poetas nadaístas admiramos a Belisario Betancur y hemos sido sus amigos. Lástima grande que cuando él ocupó la Presidencia de la República, tal vez por timidez, nunca lo visitamos para pedirle que nombrara a uno de nosotros como embajador ante el Olimpo de los dioses, donde Zeus ya recitaba de memoria el Terrible 13 Manifiesto Nadaísta. O que nos hubiera dado la oportunidad de ocupar la dulce y cálida y metafísica embajada en Washington. Pero no perdemos las esperanzas.

 

Antes de tomar el Boeing 707 que los conduciría al país de los Beatles, deciden visitar por última vez el monasterio de Villa de Leyva. Pero el taxi en que viajan desde Bogotá, choca de lado con un bus que viene en sentido contrario. Como Gonzalo lleva recostada la cabeza contra el vidrio del asiento de atrás, el golpe de viento provocado por el impacto le entra por el oído izquierdo reventándole el cerebro. Su maravilloso cerebro. El colapso fue tan sorpresivo que solamente alcanzó a decir: ¡Mierda! Fue su última palabra. Su último manifiesto.

 

Cosa curiosa: al amor de su vida, Angelita, que iba a su lado, no le pasó absolutamente nada. Hoy, Gonzalo descansa en paz en su tumba de Andes, mientras Angelita vive en Guasca acompañada por doce perros, cada uno bautizado con el nombre de un poeta nadaísta. Para que vean ustedes lo que es el poder del amor y el poder de la muerte.

 

Fuente:

Valencia, Elmo. Periódico El Tiempo, Lecturas, viernes 23 de septiembre de 2005.

 

X-504, El poema llega solo.

 

 

En su infancia en Altamira leyó una biblia a escondidas, un tomo de Barba-Jacob, varios de psiquiatría e hipnotismo. Luego, en el suroeste antioqueño, fue editor de un periódico escolar, secretario de inspección en Bolombolo, alcalde de Anzá, a orillas del río Cauca. Trabajó con computadores en Cali y Medellín, cuando estos eran mamuts ruidosos que devoraban cartulinas perforadas. En Bogotá y Barranquilla fue un discreto publicista cuyos eslóganes le ayudaron a escribir su primer libro, Los poemas de la ofensa, con el cual ganó en 1967 el Premio Cassius Clay de Poesía Nadaísta. Era también la primera vez que firmaba bajo el seudónimo X-504, una suerte de santo y seña de su curiosa personalidad. 

Jaime Jaramillo Escobar, quien fuera andariego en su niñez y juventud, hoy realiza largas travesías por las carreteras amazónicas con la velocidad prodigiosa de Google Earth, y sin embargo tales recorridos duran tanto como si las hiciera en una flota de tercera, porque se detiene a reparar en cada árbol del camino. 

 

Sus otros viajes, los literarios, los comparte con sus pupilos del Taller de Poesía desde hace casi tres décadas y con el grupo de amigos que todos los 
 

lunes se reúne para leer en voz alta los doce tomos de la Historia de la humanidad patrocinada por la Unesco.

Mientras sus escritos se traducen al chino, al inglés y al portugués, nuevas obras que han rondado su cabeza durante años acaban de publicarse, como las Cartas a Geraldino Brasil, o se disponen a ver la luz por estos días.

Para contrariar su consabida voluntad de anonimato, irrumpe a medianoche en un bar, en una velada de teatro patafísico o en un centro nudista de Medellín y comienza a leer sus poemas en medio de una concurrencia que a menudo le pide versos como si de un cantante de plaza se tratara.

 

Desde recién nacido le gusta estar en pelota y así es como ha escrito buena parte de sus versos. A pesar de confundirse con un ciudadano común en las colas para pagar el impuesto predial, le han sucedido hechos bastante raros, ha sufrido de presagios que se han cumplido. Una médium venida de la China también le reveló que iba a ser terco toda la vida. Desde entonces se ha vuelto más afecto al misterio que a la magia. Duerme poco y no entiende qué cosa es una siesta. No tiene mascotas. Le preocupan los ladrones de casas y de libros. 

 

Entrevista completa en http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=2687

 

J. Mario

 

Por Gonzalo Arango

El Personaje

 

J. Mario no necesita presentación. Hace cinco años se presentó él mismo en el atrio de la Catedral de Manizales, con estas palabras: “Me llaman el Brigitte Bardot de la poesía. Soy uno de los hombres más misteriosos del mundo por lo poco que se sabe de mí. Mi novia me despertó esta mañana para decirme que yo me llamaba J. Mario, y que mi patria se llamaba Colombia. A mí me importa un pito”.

 

J. Mario es uno de los pocos nadaístas que no se niegan los años. Tiene veinticinco. Es el primogénito de un hogar digno pero pobre, formado por don Jesús Arbeláez y su mujer. Su padre es de los Arbeláez de Rionegro (Antioquia), donde todos son zapateros o ministros de hacienda. Pero don Jesús resultó sastre, vaya uno a saber por qué. Supongo que para salvarse de ser un ministro.

 

La mamá de J. Mario es una señora casi joven, bonita, silenciosa y sencilla, pero desgraciadamente olvidé su nombre. Ella es del Ecuador.

Una vez J. Mario estaba metido en la grande: había perdido sexto de bachillerato y no se pudo graduar de bachiller en el Colegio Santa Librada. Su padre quería entonces que buscara empleo o aprendiera sastrería. Para salir del atolladero, J. Mario me invitó a almorzar a su casa con la condición de que hiciera los justos y merecidos elogios a su talento, con el fin de aplacar las furias de la familia, y disuadir a su padre de que lo metiera de sastre. Como nadie es profeta en su tierra y menos en su casa, ellos creían que J. Mario estaba descarriado, pero en cambio creían que yo era un gran hombre por la única razón de que habían visto mi foto en el periódico.

Cuando pasamos al comedor me admiró sinceramente la juventud de la señora ecuatoriana que en ese entonces debía navegar en las aguas otoñales de los 35, y como soy algo galante tomé la ocasión por los cuernos y le dije: “Señora, la felicito, estoy asombrado, nunca me imaginé que fuera tan joven para tener un hijo tan genial como J. Mario”.

 

El efecto de mi flor no se hizo esperar. Con un dejo triste, ecuatoriano, la mamá de Jota respondió: “Usted no se imagina lo joven que yo era antes de que mi hijo se metiera en esa carajada que usted inventó”.

 

Y derramó tres lágrimas saladas sobre la sopa y hubo un silencio de reproches muy amargo.

 

J. Mario, viéndome tan abatido acudió en mi ayuda y protestó suavemente: “Mamá, Gonzalo no tiene la culpa de nada, yo me metí al nadaísmo porque no tenía más dónde meterme, ni por dónde salir”.

 

Luego don Jesús me explicó con ternura dejándolo todo en las manos de Dios, y justificando a su mujer: “Ella quería que José Mario fuera doctor; está muy desilusionada de que haya resultado poeta, pero yo le digo que es la voluntad de Dios, y que esperemos a ver qué sale. Teníamos muchas esperanzas en este muchacho, pues como es el hijo mayor... y hay cinco después de él”.

 

Las lágrimas de la mamá de J. Mario me habían amargado definitivamente. El ambiente era funerario y mi amigo lo notó. Para devolverle al almuerzo la alegría, y a mí la inocencia, J. Mario dijo abrazándome: “No te preocupes, ‘profeta’, tú tienes las manos limpias... como Judas”. Y esto nos hizo reír a todos, incluso a la mamá de J. Mario.

 

Lo que soy yo no vuelvo a comer a la casa de J. Mario, ni empastado. Pues como las desgracias no llegan solas, el hermano que le sigue, Juan Antonio (Jan Arb), también se volvió nadaísta. Comentando esta nueva tragedia familiar, Elmo reprochaba en broma: “Lo que son estos Arbeláez no dieron ‘la talla’“. Y con una perversa alegría celebramos el ingreso del nuevo desertor.

 

Como todo sastre que se respete —y además de Rionegro— don Jesús ha sido un fanático de Vargas Vila, y en los entrepaños de su sastrería tiene junto a los cortes de paño las obras completas del luciferino escritor. En esos libros, el joven J. Mario bebió el agua más negra de la sabiduría y de las alcantarillas del alma. En esas páginas blasfemas hizo sus primeros gateos hacia la perdición. Por eso el nadaísmo tiene el mérito de haberlo salvado a tiempo de se libertino, liberal, librepensador, masón, y posiblemente ministro de hacienda.

 

Uno de los momentos estelares de la literatura colombiana de este siglo es, sin duda, el encuentro de J. Mario y yo, en La Tertulia de Cali. Allá fui en 1960 a dictar tres conferencias y a organizar el desorden de mi generación. Aquella noche La Tertulia era un infierno de calor y un cielo de libertad. El público desbordaba y deliraba frenético, escandalizado. Tres curas se salieron cuando hablé de Dios; el diablo se echaba bendiciones; mi ángel de la guarda echaba chispas; las colegialas palidecieron; la juventud enloqueció de frenesí. Para que nadie dudara que éramos los profetas de la nueva oscuridad, y por tanto geniales, locos y peligrosos, saqué un florero de mi chaqueta y lo estrellé contra la pared para simbolizar que se iniciaba una nueva era en el arte y en la vida.

Sentado sobre un cartapacio de cuero de vaca, al pie de mesa, había un jovencito con cara de serafín y aplaudía mis blasfemias como un demonio. Apenas lo vi me di cuenta que estaba predestinado, marcado por la estrella negra de la locura y la ignominia. Parecía hechizado, poseído de un júbilo infernal. Nunca olvidaré su felicidad siniestra y resplandeciente.

 

Al día siguiente, a las 5 de la tarde, me esperaban cincuenta jóvenes en La Tertulia en cumplimiento de una cita que les había dado para integrar la dirección del nadaísmo caleño. Por supuesto, en la primera fila estaba el serafín. Nombré una docena de “jefes” provisionales que elegí al azar, arbitrariamente, guiado más por su extravío aparente que por sus valores intelectuales. No me equivoqué al elegir al serafín.

 

Para cerrar la discusión dije dictatorialmente: “En el nadaísmo nadie es jefe, ni siquiera Gonzaloarango. Cada uno de ustedes es el jefe del nadaísmo, y nadie lo es. No esperen nada de mí, no se hagan ilusiones, el nadaísmo lo único que les promete es la locura. El nadaísmo no les propone soluciones, sino dudas; no les ofrece la felicidad, sino la desesperación. Esta no es una empresa, sino una aventura en la que todo está perdido, salvo la confusión maravillosa de la esperanza. Ustedes verán. Si se quieren salvar, es necesario primero que se pierdan. Esta revolución es en tres etapas: primero vamos a morir, luego a resucitar, después a vivir. Para empezar, no dejaremos piedra sobre Pedro. Ni Pedro sobre piedra. Para ser libres lo tiraremos todo por la ventana, y después nos tiraremos nosotros como protesta al dogma de la gravitación de la tierra. Nuestro porvenir es la locura. ¿Hasta dónde llegaremos? Eso no importa desde el punto de vista de la vida, porque no llegar es también el cumplimiento de un destino. Eso es todo por hoy”.

Al cabo de un silencio el serafín pidió la palabra para preguntar:

 

—Maestro, y cuando usted se vaya de Cali, ¿qué debemos hacer los nadaístas?

 

—Eso a mí no me importa. Si yo fuera usted, probablemente le metería un taco de dinamita al busto de Isaacs, no por judío, sino por María.

 

Todos reímos, y como ya era tarde nos echaron de La Tertulia. Otro día salí del bar a tomar el bus de la Flota Magdalena, de regreso a Medellín.

 

Dos meses después recibo carta del joven J. Mario donde me relataba el triste destino del nadaísmo caleño. Se quejaba que los otros nueve compañeros habían desaparecido; que él solo no se atrevía a dinamitar el busto de Efraín y María; que no había vuelto a misa los domingos; que su novia le había dado calabazas al saber que era nadaísta; que se había emborrachado con cubalibre en la zona de tolerancia y que había perdido lo que sabemos; que ya no escribía “poesía proletaria” y que había dejado definitivamente el comunismo; que como si fueran pocas calamidades, también había perdido el año, y su padre lo amenazaba con enseñarle sastrería o meterlo al ejército. Que en síntesis, el nadaísmo era todo lo que le quedaba en la vida, pero que la vida era una cochinada y se pensaba suicidar...

 

Pobre serafín. Para darle coraje le escribí una nota a la sastrería de su padre, que decía más o menos así:

 

“Querido J. Mario: como te dije, el nadaísmo es un honor que mata. Pero si te dejas matar es porque aún no eres nadaísta. Aguanta un poco. Cuando hayas perdido la fe en todo, en ti mismo, en tu fuerza, en la poesía, en la esperanza, incluso en el nadaísmo, y si después de eso sigues vivo, entonces sí, suicídate. El diablo y yo te estaremos esperando en el bar del infierno para saludar en ti al mejor gigolo de la poesía colombiana. Adiós, J. Mario, nos veremos en la gloria.”

 

J. Mario odia el matrimonio, pero ama a su mujer “en cuyo cuerpo olvido mi cuerpo”. La frase que más admira en el mundo es una de Lautremont que dice: “La poesía es el encuentro de un paraguas y una máquina de coser”. Con el correr de los años J. Mario se ha convertido en uno de los grandes poetas de su patria, y en líder indiscutible de su generación. Ahora es considerado en la sastrería de su padre como el orgullo de la familia. Cuando se iba a ir de su casa, don Jesús le regaló un frac sobre medidas para que dictara sus recitales, y hasta le dio la bendición. J. Mario, hecho una dolorosa le dijo muy conmovido: “No te preocupes, papá. Colombia ha perdido un sastre, pero ha ganado un poeta”.

 

 

El reportaje

 

Poeta J. Mario: defínase

 

Me llamo J. Mario, con eso me basta, con eso me soy. No necesito más apelativos como no necesito más ojos, ni más piernas. Soy el mejor poeta de un país en el que no pedí nacer, pero en el que no por eso me doy a dejar matar. Soy nadaísta, y eso aplasta toda definición. Antes fui camaján de barriada, campeón de billares, discípulo de Vargas Vila, ídolo de lolitas y proxenetas.

 

¿Cuál es la mayor ambición de su vida?

 

Orinar desde la punta de la Torre Eiffel. ¿La de mi otro yo? Llegar a ser presidente de Colombia merced a una caudalosa votación nadaísta. ¿La de mi ángel de la guarda? Ser el teólogo del ateísmo.

 

¿Cuál es su mayor fracaso?

 

Fracasar es haber llegado, es la otra cara del triunfo. Yo soy un cohete en ascenso.

 

¿Cuál es su mejor cualidad?

 

Ser el mejor, a secas. Las cualidades son para aspirantes a empleos.

 

¿Y su peor defecto?

 

La falta de soberbia, que me condujo a hacer parte del movimiento nadaísta, en el que la mayoría de los integrantes no me llegan al tobillo.

 

J. Mario, si existiera la reencarnación, ¿qué le gustaría volver a ser?

 

Las piernas de Brigitte Bardot.

 

¿Qué ha significado el amor en su vida y en su poesía?

 

Un lechito lleno de flores.

 

¿Qué piensa de los celos?

 

El mismo lechito, pero lleno de clavos.

 

¿Llegaría al extremo de cometer por amor “un crimen pasional”?

 

Por amor no se cometen crímenes pasionales, sino crímenes amorales. Y además, yo no vivo en el “401”.

 

¿Por qué le gustaría vivir en el siglo XXI?

 

A mí: para servirle el desayuno en la cama a mi robot. A mi otro yo: para ir a conocer la otra cara de la luna. A mi ángel de la guarda: para tocar el saxofón de la bomba final.

 

¿Sacrificaría su vida por lo que llama su “razón de vivir”?

 

Usted está convencido de que le voy a decir que no, que mi “razón de vivir” es estar vivo. Pero se equivoca, pues mi razón de vivir es estar muerto. Ahora pregúnteme, si se atreve: ¿sacrificaría su muerte por lo que llama “su razón de vivir”? Pues bien, la respuesta es la misma.

 

J. Mario, ¿a quién le concedería usted la Cruz de Boyacá?

 

A todas las personas que admiro ya se la han puesto.

 

¿A qué personalidad del mundo le habría gustado conocer?

 

A Midas, para quien todo lo que brillaba era de oro. A Helena de Troya, ya que no he podido conocer a París. A Tarzán, el hombre más mono del mundo. Al Judío Errante, para entrenarlo en el arte del auto-stop. A Zeus, a Zaratustra, y a Tristán Tzara.

 

Si usted fuera al infierno y el diablo le concediera una gracia, ¿qué le pediría?

 

Un nadaísta no tiene nada qué pedirle al diablo, ni siquiera en el infierno. Así como Dios también tiene su infierno, que es su amor a los hombres, para el diablo el infierno es su nadaísmo. Esto lo desarrollaré más ampliamente en la revista El Ojo Pop, que bajo mi dirección y la de Elmo Valencia, muy pronto mirará a Colombia.

 

¿De qué pintor colombiano le gustaría un cuadro con dedicatoria?

 

Prefiero no responder a esta pregunta de tipo plástico, para no contribuir a la estúpida guerra de intrigas que libran entre sí los pintores de nuestro país. Pero si alguno se decide, mi dirección es: apartado aéreo 5094, de Cali. Prometo absoluta reserva.

¿Iría a una guerra contra el comunismo para defender la cultura occidental?

 

Primero: el comunismo es un fenómeno típico de la “cultura occidental”. Segundo: a la “cultura occidental” que se la lleve el diablo. Tercero: no voy a hacerme pegar un tiro de mi querido amigo Mao Tse Tung por defender estupideces como “cogito ergo sum”. A la hora de la guerra, cogito luego salgo corriendo...

 

J. Mario, ¿con cuál de estos artistas le gustaría estar en una fiesta en Juanchito: con Brigitte Bardot, Sartre, Marta Traba, Chaplin, Mónica Viti, Henry Miller, Raquel Jodorowsky, Elmo Valencia, Francoise Sagan o Casius Clay?

 

Con todos, menos con Elmo que esta noche me está bebiendo en La  Curva del Beso (Bar-besuqueo).

 

Cite la frase que más ha influido en su vida.

 

“Tome Coca-cola”. Esta frase ha sustituido en nuestra época el “conócete a ti mismo” de Sócrates. Pero como la gente no le encuentra esa belleza “pop” que desborda, cito una frase que me gusta mucho, de Goebbels, el nazi: “Cuando oigo hablar de cultura, saco mi pistola”. Pero me gusta más la de Cassius Clay, el púgil: “Yo soy el más lindo... Yo soy el más fuerte... Yo soy el rey”.

 

J. Mario, ¿qué valor tiene para usted la soledad?

 

Depende de con quién esté.

 

¿Qué considera lo peor del siglo XX?

 

Que no se dé cuenta que nosotros los nadaístas estamos en él. Nosotros, profetas de explosivas camisas a punto de hacer reventar el convencional sentido de los valores, de los sistemas de pensamiento, de las propias palabras... Que no se acabe de dar cuenta que tras el cielo que predicaba hay un cielo de cieno, de mugre... Que no se dé cuenta que el conocimiento ha sido carbonizado en la silla eléctrica... Que sus sistemas de dominio político Este-Oeste son patrañas organizadas... Que aún haya ley... que aún haya libros... que haya barreras para la misteriosísima mente clara, dulce manzana paradisiaca infinitamente serena del hombre.

 

Si se pudiera leer en el otro mundo, ¿qué libro se llevaría?

 

Ultimas investigaciones llevadas a cabo por el equipo de la Revista Planeta, dan como resultado que puede haber uno entre medio millón de “otros mundos” en el que se puede leer. Lo que sí han descartado completamente es la posibilidad de transporte a ese otro mundo, de cualquier clase de material de lectura. Pero si esta pregunta es reductible al absurdo, le diré que me llevaría un ejemplar de la Revista Planeta donde aparece un estudio titulado: “El otro mundo al alcance de todos”.

 

Ya que usted es uno de los grandes valores del nadaísmo me gustaría preguntarle qué valor tiene para usted el nadaísmo.

 

Y ya que usted es el fundador del nadaísmo, mi querido profeta, me gustaría informarle que el nadaísmo nació contra los valores. Al nadaísmo no hay que reconocerle nada. El está allí, como un faro en la noche del cosmos. Ni alto ni bajo. Resplandeciente y misterioso. Sin preguntar ni decir nada. Burlándose de todo, hasta de sus propios nadaístas. Más poderoso que las explosiones.

Sembrando el pánico. Y mirándolo todo con esa estúpida sonrisa de Buda.

 

Bueno, J. Mario, como la vida es corta, y el nadaísmo es largo, esto lo dejaremos para discutir en la próxima reencarnación. Y a propósito: ¿con quién le gustaría encontrarse en el cielo?

 

Con Dios, ¡para pedirle cuentas!

 

 

Cromos N° 2.542. Bogotá, junio 20 de 1966, pp. 22 - 23, 25.

Fuente:

Reportajes, Vol. 1. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, octubre de 1993, pp: 143 - 152.

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